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Recuerdo que luego de mis primeros días de sexo lésbico años atrás, de las primeras cosas que pensé fue que habría estado bueno que mi madre tuviera una novia como yo, que admirara su cuerpa de diosa, que la acariciara como me acariciaba con aquella compañera. Recuerdo que en esos primeros días que fueron años pensaba que mis abuelas merecían ese placer y tranquilidad, como mis hermanas, mis tías y mis vecinas. Aún lo pienso, solo que ya no creo que deba ser una novia quien llene ese amor, sino yo misma siendo hija, hermana, sobrina. Probablemente esa fue la lección más fuerte de mi primera relación, que la misoginia me hacía depositar todo en una sola compañera en lugar de amar a todas las mujeres con las que tenía pendiente de amar, pues se supone que no debemos amar a esas mujeres ni gustarnos ni atraernos. A mí la lesbiandad me hizo darme cuenta lo profundamente enamorada que estaba de todas las mujeres que me educaron, que conocí, con las que convivo.